Sabino dejó las maletas en la puerta de la casa de hospedaje, su nueva casa, y con cuidado de no tocar los cables sueltos, pulsó el timbre; primero casi acariciándolo; como no hizo nada, a la segunda vez lo apretó con energía y, por fin, emitió unos chasquidos como si fuera una carraca oxidada.
El compañero, Mamadou, casi al momento, salió a recibirlo dándole la mano y se ofreció a ayudarle con el equipaje. El gesto era de agradecer después de haber subido las escaleras de cinco pisos, que lo habían dejado sin aliento.
Había llegado a media tarde, a la hora de la merienda, pero en la casa olía a frito, a cebolla y vinagre, también a café con leche. Era una mezcolanza de olores que le hizo taparse disimuladamente la nariz.
Mamadou le presentó a Ibrahim, con el que iba a compartir su habitación. Este último le comentó que no se tenía que preocupar por el desorden de ropa amontonada, que las suyas estaban revueltas con los enseres de Moustapha y Moussa, que habían estado compartiendo la habitación con él hasta hoy, esperando que se liberara la de Wilson, la cual, la tenía ocupada, a su vez, con otros compañeros que ya se habían ido. Continuaba tranquilizando diciendo que en cuanto terminaran la cena vendrían a despejarla.
Sabino aprovechó que los dos compañeros hablaban entre sí, para entreabrir la ventana con la intención de airear el dormitorio y lo único que consiguió fue una bocanada de aire caliente, expedida por el extractor de la cocina del vecino de enfrente, por lo que volvió a cerrarla. Esta maniobra fue breve pero suficiente como para ver la mugre y estrechez del patio de luces. Con el gesto abatido, cada vez más serio, preguntó qué cómo se organizan para que, los seis, pudieran disponer del baño por las mañanas, cuando todos salieran a la vez. Ibrahim se adelantó a Mamadou y le contestó que, en realidad, algunos días eran ocho porque venían otros compañeros a utilizar la ducha, pero que no se preocupara que, también, pagaban el euro por su uso. Añadió que no todos trabajaban con horario fijo y que el retrete, de forma privada, estaba restringida a cinco minutos, pasado ese tiempo ya era una estancia común más. Con seguridad, llegaría puntual a su nuevo centro de trabajo.
Hacía treinta días que a Sabino le habían notificado el traslado a Madrid desde su residencia habitual y, aunque pudo optar por rescindir su contrato de trabajo, prefirió seguir en la empresa, sin que, por ello, estuviera conforme con la decisión. Ahora tenía que esperar el veredicto del juez y si le daban la razón volvería a su anterior puesto o, incluso, resurgiría su derecho a solicitar la extinción del contrato con la indemnización. El salario desde luego le daba para poco, por lo que tras una breve consulta con su familia decidió venir, pero lo que nunca llegó a pensar es que tendría que compartir no solo el espacio, sino también su tiempo de aseo para poder seguir cumpliendo con sus obligaciones de cuidador en la residencia de ancianos.
Estaba cansado y sudoroso del viaje, quería irse a dormir cuanto antes y no le importó añadir su maleta a las del revoltijo que ya había en el dormitorio. Sacó su toalla y se dirigió al baño para ducharse. Antes de que llegara a la puerta, Wilson le paró, en el pasillo, para que echara el euro en la caja de latón atada al picaporte. Sabino le dijo que no tenía suelto, que mañana se lo daría. Aquello fue empezar con mal pie. Todos los inquilinos le rodearon y le obligaron a buscar la moneda si quería meterse en la ducha. No le quedó otra que volver a vestirse y bajar a la calle para conseguir cambio.
Sin embargo, no contó con que en la tarde noche de un domingo de invierno, en un barrio del extrarradio, no iba a encontrar abierto ni un bar. Solo vio los luminosos de una barra americana de tercera y a la que se resistía a entrar por sus prejuicios moralistas. La duda le balanceaba el cerebro: por un lado, la necesidad de quedar a bien con sus compañeros, por otro la necesidad de convivir en esa casa deprimente, que le humillaba hasta el punto de verse en mitad de calle, delante de un antro, mendigando una moneda para ducharse, como el andrajoso y perturbado que tenía delante, con la gorra extendida en el suelo a esas horas. Al final, recordando las palabras que le dijo su padre antes de trasladarse, que resistiera, que solo el que se adaptaba vencía, miró fijamente al pedigüeño y antes de que pudiera abrir la boca le quitó un euro de la boina y salió huyendo hacia el piso.
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